sábado, 1 de septiembre de 2007

Textos varios del miércoles 29 de agosto aún no trabajados en clase (Ana María)

E.

La misma humanización sólo es inteligible como la salida que el animal sin salida se procura en su huida hacia delante. En eso, son los hombres de cabeza a los pies, criaturas de la huida hacia delante, vástagos de la metáfora, de la metamorfosis. En tanto, para hallar una salida, se empeñan en todo tipo de esfuerzos para ser otros, mantienen en marcha la historia de la especie como trabajo para salir adelante. (Sloterdijk,1998:59).


(...) No tenía salida pero debía procurarme una, sin ella no podía vivir (...) temo que no se entienda bien qué entiendo yo por “salida”. Empleo la palabra en su sentido más común y más cabal. Intencionadamente no digo libertad. No pienso en esa gran sensación de libertad por todos lados (...) Con la libertad, lo digo al pasar, uno se engaña demasiado entre los hombres. Y si la libertad es uno de los sentimientos más sublimes, así son también de sublimes los correspondientes desengaños. No, yo no quería libertad. Únicamente una salida: a derecha, a izquierda, no pretendía más; aunque la salida fuera tan sólo un engaño; como la pretensión era pequeña el engaño no sería mayor. ¡Avanzar, avanzar! (Kafka,1979:72).


Yo era un niño, yo también era diferente, pero después uno comienza a ver tantas cosas, yo tuve que aprender a ser malo. Si vos no pegas, cobras... Tenés que aprender lo que tenés que hacer, tenés que aprender a correr. Por ahí, vos no tenes nada que ver pero cuando empiezan los tiros, la gente corre con los traficantes. Había veces en que no tenía nada que ver, estaba en una casa llena de traficantes y la policía llegaba y quería matar a todo el mundo, Entonces, si vos no corres morís. Y si vos no corres detrás del traficante, la policía te agarra y te mata, entonces tenis que escoger que vas a hacer. O corres y huís con los traficantes, porque los tipos conocen mas la favela y están armados o te quedas con la policía que te agarra, te pega, y te va a matar. Nadie quiere eso para uno. (jCastro. 2001;71).En su Diccionario de las artes, en la letra A ubica la palabra artista. Nos quiere decir qué es lo que entiende por artista. Para esto nos cuenta lo siguiente. En los trenes que iban a Auschwitz hombres, mujeres y niños estaban hacinados. En los vagones destinados para el ganado se amontonaban de pie ochenta o más personas pegadas entre sí. Algunas morían en aquel primer viaje, sus cuerpos se apretaban contra los pies de los vivos. A veces se lograba intercambiar turnos para que alguno pudiera sentarse. Los vagones estaban en la negrura. Tenían tan sólo dos aberturas. Unos agujeros en el piso para defecar. Y una rendija entre el techo y el portón corredizo por el que pasaba un poco de aire y luz.Azúa nos cuenta que era frecuente que se alzara en hombros a alguno del vagón para que le dijera al resto qué es lo que veía por el resquicio. Debía ser, por supuesto, hombre, o mujer, de poco peso. Azúa discrimina entre estos vigías. Los había minuciosos, exactos, científicos: veo una estación de ferrocarril con dos puertas laterales y una central con trampilla de madera y herrajes de latón...Estos obsesivos a fuerza de detalles provocaban la impaciencia general. Hacía del exterior un estuche de informaciones.Estaban los distraídos e inconexos que decían ver una nube en forma de Afrodita o una bandada de pájaros, luego una pareja de burgueses que parece amarse, ¿o son dos soldados discutiendo? Este tipo de cronista era inmediatamente bajado al nivel de sus compadres. También irritaban los que todo lo interpretaban desde sus impresiones personales, a los que les parecía demasiado verde una planta o muy sucio un leñador. De este modo Azúa nos certifica que ni la ciencia ni la inocencia, ni la verdad objetiva ni la expresión subjetiva les eran de ninguna ayuda, a los condenados.Pero, nos dice Azúa, los oteadores más apreciados eran aquellos que daban la noticia de un mundo verdadero, libre de la tortura y del horror, un mundo luminoso que a la vez estaba conectado al mundo de los condenados. Este vigía les dice a sus compañeros: algunas mujeres de este pueblo se han reunido junto a la estación, en el abrevadero público, y están allí apiñadas mirando nuestros vagones con disimulo. Una de ellas con un niño en sus brazos le señala nuestro vagón, así que voy a sacar la mano por la mirilla, y quizás así la mujer se convenza de que hay gente en los vagones que van a la muerte.Se tejía un hilo entre el mundo de afuera y el de adentro. Estos relatos conectaban ambos mundos, el mundo de la muerte al mundo de la vida.El oteador de los vagones cargados de condenados era el único que tenía constancia del otro mundo. Lo transmitía a sus compañeros. El mundo del vagón era espantoso, pero si el mundo de los vivos era verosímil, entonces la vida del vagón se convertía a su vez en una ficción resultante del juego de otras leyes que condenaban a vivir en el horror, sin culpa alguna, sin haber sido acusados de
nada. Se mantenía la esperanza que el horror tuviera un final. La realidad del mundo luminoso y la realidad del mundo de la muerte se ficcionaban recíprocamente.Sólo cuando el mundo de la muerte y el mundo de la vida coinciden, sólo entonces la tarea del oteador-cronista-vigía es inútil porque nadie la necesita.Azúa nos pide prestar atención al hecho de que ningún vigía consideró su tarea como un don, un talento. Sabía que su tarea no le pertenecía, sino que era el fruto de un pacto colectivo. Ni uno solo -nos dice- de los oteadores olvidó a cuál de los mundos pertenecía, aunque conociera dos mundos reales y verosímiles.El artista de Azúa es uno de los sobrevivientes de Bettelheim. (Abraham;471,472).

Metamos a un chimpancé en una jaula demasiado pequeña, cerrada por cruceros de hormigón. El animal se vuelve loco furioso, se arroja contra las paredes, se arranca los pelos, se inflige a sí mismo crueles mordiscos, y en el 73% de los casos acaba matándose. Ahora hagamos una abertura en una de las paredes, y coloquémosla al borde de un precipicio sin fondo. Nuestro simpático cuadrúmano de referencia se acerca al borde, mira hacia abajo, se queda mucho tiempo allí, vuelve muchas veces, pero por lo general no perderá el equilibrio, y, en cualquier caso, su irritabilidad se calmará de modo radical (Houllebecq; 140).

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